Pintar un cuadro. #pintar #inspiración #rutina

Un caballete, un lienzo, un pincel y un par de colores estrujados en la paleta.
Después de un largo e intenso día lleno de clases y deberes se vuelve a encontrar delante del caballete donde apenas consigue hacer pie.


Suspiró y empezó a hablar en alto dejando que muchos de sus pensamientos salieran hacia afuera. No sabía por donde empezar, su cabeza parecía un pequeño libro lleno de aventuras, colores y batallas con príncipes y princesas. Esta vez quería pensarlo bien, el cuadro iba a ser para ella, y no quería que ninguna pincelada saliera mal.
Mientras arreglaba su peinado iba penando cual sería su primer trazo, los colores y el momento en el que se lo daría.
Después de mirar hacia un lado y hacia otro, empezó a desesperarse, no estaba muy convencida sobre lo que quiera pintar, por lo que dejó el pincel, y se dirigió hacia su cuaderno de dibujos.
Los ojeó todos de uno en uno sentada en ese taburete de madera que le regalaron cuando apenas tenía tres años. Arrastró el taburete hacia el caballete, se sentó y miró por la ventana.
Al mirar por la ventana se vio en el reflejo del cristal, pero miró con más profundidad y la vio a ella, haciendo lo de siempre. Enderezó su postura, cogió el pincel y empezó a pintar.

Pintar un cuadro, tarea que muchos empiezan y que pocos consiguen acabar.
Se suele decir que el pintor tiene la idea del cuadro antes de empezar a pintar, pero el resultado de este se hace derogar, no solo por el artista sino por todos los motivos de inspiración que influyen en el.
La última pincelada será la que lo haga más perfecto, original y único. Pero a pesar de todo han sido muchas las pincelas que se han convertido en las protagonistas del resultado final.

Y la historia se repite en muchas escenas de nuestros día a día, ya que al igual que el resultado de un buen plato no solo es el perejil que lo adorna, sino el proceso, la cocción del alimento, su dedicación y tiempo, el talento de la persona, lo que al final han hecho obtener un exquisito mangar.

No hay dos obras de arte de iguales, no hay dos cuadros iguales, no hay dos tartas iguales, no hay dos atardeceres iguales, no hay dos miradas iguales, no hay dos personas iguales. Podemos llamarlo misterio o simplemente quedarnos tranquilos pensando que todos somos originales, tú eres original, porque eres único.

Un hecho que me abrió la puerta al camino de la madurez, fue el de caer en la cuenta de que no hay dos días igual. Por mucho que el despertado se empeñe o el trabajo sea similar, cada día tiene algo que hace que todo sea de un color especial.

La misma gente, la misma hora, el mismo camino, saludar a los mismos, correr y correr y llegar al final del día con el simple pensamiento de que los días se pasan volando no solo nos pasa a unos pocos, nos pasa a todos, pero ¿existe de verdad la rutina?

¿Y nuestro pincel, y las pinturas, y los motivo que inspiran nuestro día?

Podemos correr el riesgo de rodearnos de las condiciones perfectas, los medios adecuados, pero escasos de motivos de inspiración. Quizás haya veces que necesitamos de ese mirada,de esa cercanía de la gente de siempre para empezar a pintar, o para seguir pintando ese cuadro que un día decimos pintar, y en el cual debemos de plasmar la mejor versión de nuestra realidad.

No vale pintar con colores oscuros, negro. No valen los trazos gruesos o bruscos, solo valen esos trazos que aunque rompan la armonía nos indican que se cambió de pincel porque el camino cambió de recorrido pero se siguió caminando. 

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