Favores mutuos. #relato #daryrecibir #agradecimiento
El
materialismo, la necesidad de sentirnos útiles y las prisas por
rendir y ser eficaces nos pueden llevar a no ser conscientes de que
habrá un momento en la vida en el que nos toque ser espectadores, es
decir, donde dejemos de correr, para ver la vida desde el punto de
vista de la experiencia.
Cuando
miro a mis abuelos, cuando me encuentro con personas mayores, no
puedo dejar de sentir admiración por ellos, por ver como a pesar de
los años y de todos los avatares vividos siguen teniendo un sentido
en su vida y saben sonreír.
Os
dejo con un relato que escribí hace poco sobre una persona muy
especial que se cruzó en mi camino.
Las
puertas sirven para separar zonas y para pasar de un lugar a otro.
Las personas a lo largo de nuestra vida pasamos por puertas que son
las diferentes etapas que tocan vivir. Sin duda el tiempo es el
portero que abre y cierra la puerta hacia cada una de ellas. La vejez
es una de las puertas que casi siempre vemos lejana y que tarde o
temprano nos toca abrir. Mi abuela me contó que cuando abres esa
puerta los recuerdos, las arrugas, las canas, te hacen sentir
mayores, pero no viejos.
No
hace mucho conocí a una joven de noventa y dos años, arrugas, pelo
blanco y sonrisa en el rostro. Coincidimos en la calle de detrás de
la iglesia, en uno de esos callejones que en Sevilla te llevan de un
lugar a otro como si de pasadizos secretos se tratasen.
Ella
salía de misa, caminaba con una mano agarrada a su bastón y la otra
detrás de la espalda. A pesar de no ir rápido noté que llevaba
prisas porque miraba su reloj y movía los labios como si estuviese
relatando algo. Yo me encontraba unos pasos más atrás y al
aproximarme me vi en la obligación de saludar o al menos de
ofrecerle mi ayuda.
Me
miro y volvió a mirar el reloj, llegaba tarde a cenar, me confesó
mientras seguía caminado. Me acerque para ver la hora que marcaba el
reloj que llevaba en su muñeca y pude ver una esfera muy rayada con
una manecillas que iban diez minutos adelantadas.
Esa
tarde no era la más adecuada para acompañarla a su casa, la
primera que tenía prisas era yo, pero su sencillez me hizo cambiar
de opinión.
Las
prisas no son buenas consejeras, me dijo mientras avanzábamos.
Fueron poco metros lo que anduve con ella, pero suficientes para
interesarnos la una por la otra.
La
tarde que conocí a Mercedes, fue una de esas en las que cambiar de
planes tuvo recompensa. Cuatro meses más tarde nos seguimos viendo
con frecuencia, pero no voy a verla para hacerle un favor y alejar la
soledad de su habitación por unas horas, sino porque nos hacemos un
favor mutuo. Yo le doy mi tiempo y ella comparte sus recuerdos,
historias y sabiduría de esa que no se encuentra en las calles.
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